La Tierra es plana, el ser humano jamás ha pisado la Luna, Adolf Hitler no se suicidó, el cambio climático es una exageración de los científicos, nunca existieron los dinosaurios, el coronavirus es una farsa política para dominar a la sociedad.
¿Qué tienen en común las afirmaciones anteriores? Aunque todas carecen de pruebas, un grupo extenso de personas confían en su veracidad y las defienden con sobrada pasión.
En 2016, el Diccionario de Inglés Oxford, del Reino Unido, declaró «posverdad» como la palabra del
año. Según los expertos británicos, la post-truth son aquellas «circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales».
Si lo analizas, no es tan descabellado como pudiera sugerir el término.
Así como nos gusta compartir con personas similares a nosotros (con los mismos gustos, intereses, fobias y hasta profesiones, algo que se denomina homofilia), también preferimos creer en los hechos que se parecen a nuestra forma de pensar o de ver el mundo.
Si creo en extraterrestres, por ejemplo, nunca dudaría del paso de una nave espacial a pesar de no haber comprobación. En cambio, si soy de los que encuentra conspiraciones por todos lados, el coronavirus -aún cuando haya matado a miles- tiene que ser mentira porque sí.
«Se apela a la emoción del receptor y a reforzar sus prejuicios. Las creencias tienen que ajustarse a las emociones y a los deseos, no a la evidencia empírica, no al mundo exterior» (Villena, 2019) .
De posverdades hemos estado rodeados siempre. Si no, que lo digan los sofistas.
En Grecia nació todo
Atenas, durante los primeros años del Gobierno de Pericles (c. 495 a. C.- 429 a. C.), vivió sus mejores años de esplendor. Sus habitantes se sentían verdaderamente unidos por un vínculo superior a lo meramente biológico: ¡habían desterrado a los persas de su territorio! En ellos no cabía la posibilidad de la derrota. Su poder, por lo tanto, no podía ser objeto de duda.
Pericles, como un gesto de agradecimiento hacia ese pueblo valiente y aguerrido, permitió la intervención de los ciudadanos en la vida pública ateniense.
La constante participación de los ciudadanos en las asambleas públicas sembró las bases para un severo cuestionamiento de la antigua concepción del mundo, esa en la que los dioses siempre tenían la última palabra. He aquí la trascendencia de los sofistas.
Los sofistas fueron maestros ambulantes que se adjudicaron la potestad de enseñar la areté, es decir, la eficacia, sobre todo la del político y orador público.
Una de las características más resaltantes de estos pensadores filosóficos era su negación de cualquier autoridad externa. Ellos se trasladaban de una ciudad a otra predicando sus principios desde una perspectiva totalmente distante, y ajena a las costumbres y reglas de cada sitio que frecuentaban. Por su misma naturaleza nómada, nunca creyeron en la existencia de un ser todopoderoso, de una deidad. Para los sofistas, el día a día del ser humano era su única realidad. Es decir, la realidad era particular, no era igual para todos.
En ausencia de verdad…
Si la realidad era particular, entonces el conocimiento era relativo. Por lo tanto, la VERDAD (universal y absoluta) no existía: dependía del sujeto o de las particularidades del momento.
La base del conocimiento de los sofistas era la retórica (discurso hablado y escrito para persuadir), de la cual se obtenía la verosimilitud de las cosas, no la verdad.
Siendo las leyes estatutos convencionales creados por los propios mortales para regular la vida en comunidad y teniendo que defenderlas públicamente en las asambleas populares, era evidente la importancia que este recurso lingüístico tenía para quien quisiera incursionar en la política, conseguir la participación de los individuos, y la adhesión de estos últimos a sus ambiciones y propuestas de Gobierno. Si la democracia necesitaba actuación e intervención y estas requerían del concierto de personas, la estrategia más efectiva para lograrla era, obviamente, el uso de la retórica para convencer.
Pero la retórica, tal como y la concibieron estos educadores andarines, no guardaba relación intrínseca con la verdad o con lo que se creía que era la verdad.
La verdad, sofísticamente hablando, era el veredicto final que, sobre cualquier tema en cualquier momento, se llegaba a obtener. En este sentido, dependía de las circunstancias y de los interlocutores.
Más que la verdad, los sofistas trataron de dar con lo que era conveniente, útil y oportuno para cada ser humano.
Vales lo que dices
La palabra, según los sofistas, era el arma más importante, pues era a través de ella que se ponían en práctica los atributos persuasorios.
«Se trata de moverse en una complicada vida social en la que una de las armas es el atractivo personal, saber desenvolverse en la ‘polis’ y saber hablar. Para conseguir todo esto, es preciso centrarse en el individuo, es preciso conocerlo, saber cuáles son sus fibras íntimas» (Berrío, 1983) .
Las redes sociales como Facebook, Instagram y Twitter, así como los buscadores de información como Google, pudieran estar convirtiéndose en los sofistas del siglo XXI, con la diferencia de que su audiencia no se reduce a decenas, sino que se expande a millones de usuarios alrededor del globo. Detrás de todas estas aplicaciones hay algoritmos que funcionan según las preferencias del usuario, tanto explícitas (las que él mismo escoge en la configuración de cuenta) como implícitas (las que rastrea el programa cuando se hace clic).
Es decir, en nuestro ecosistema digital hay abundancia de información, pero es muy poca la que realmente disiente de nuestros puntos de vista. Las noticias, anuncios y contactos que aparecen en mi muro y línea de tiempo no son los mismos que los tuyos. Tampoco las búsquedas en Google serán idénticas incluso si usamos la misma palabra clave, y esto sucede porque el algoritmo complementa la solicitud del usuario con su historial en la red y ajustes de cuenta, entre otros elementos. Cada movimiento del ratón y teclado cuentan.
Lo que ocurre va más allá de reforzar la homofilia digital. Según Saldaña, también se genera «la ilusión de estar enlazado con el mundo cuando realmente uno se está alienando de él. La verdad es un asunto frente al cual hoy somos indiferentes. Lo que importa es lo que se siente. Lo que importa es gustar» .
Quizás nada trágico ocurrirá si sigues pensando que nuestro planeta no es redondo, que el ser humano jamás pisó la superficie lunar, que Adolf Hitler murió de otra manera y que los dinosaurios son un invento. Pero de lo que no puedes estar seguro es de que el cambio climático es menos perjudicial de lo que aseguran los científicos, y de que el coronavirus es una treta que busca la subordinación de la gente. Cree lo que quieras sin perjudicar a los demás. Recuerda que, al final de cuentas, las burbujas terminan explotando.
Fuentes consultadas:
- Villena Saldaña, D. (2019): «Era posverdad: comunicación, política y filosofía».
- Berrío, J. (1983): «La teoría de la persuasión. Una visión histórica» en Berrío, J.: Teoría social de la persuasión. Barcelona: Mitre, pp. 9-54.
Eres genial!!!! Vamos a ver cuándo el jurado del Pulitzer se da cuenta! 🤩👏