Era un sábado de mucho sol. Juan salió temprano a trabajar en su terreno de la urbanización El Amarillo en los Altos Mirandinos de Venezuela. Esa iba a ser una jornada dura. El calor apretaría a media mañana, por lo que quiso aprovechar el fresco de las primeras horas del día. Había planeado llevar a su familia al sitio donde construiría su casa y quería que el monte crecido no impidiera apreciar bien la propiedad.
Poco a poco, el pajonal iba cayendo según el machete abanicaba el aire y las gotas de sudor rodaban por su cuerpo. Ya a eso de las 12 del mediodía, la pequeña finca estaba limpia de maleza y se podía contemplar buena parte del Valle de Caracas a sus pies.
A pesar del cansancio, Juan no se fue a su casa, sino que decidió cortar un árbol que estorbaba por encontrarse en un punto estrecho de la vía de acceso. Era un palo muy bonito. Palmo y medio de grueso y seis metros de alto, con un fuste muy recto, propio para hacer unas estacas. La idea entusiasmó a Juan, tomó de nuevo el machete con sus manos ya ampolladas y comenzó la faena de cortarlo por el pie. Después de casi media hora de golpes con el filo, el tronco se rompió y el árbol quedó acostado en mitad de la explanada. Tocaba ahora quitarle las ramas para dejarlo limpio. Pero el cansancio ya era mucho y decidió marcharse. Ya mañana será otro día.
Échate Caladryl
Pero el mañana tenía otros planes para Juan. La fatiga por la jornada sabatina le hizo desistir de ir a terminar el trabajo y decidió completar la limpieza del tronco el sábado siguiente. El fin de semana culminó sin mayor novedad.
Ya era lunes. Como todos los días, se levantó a las 6 y 30 de la mañana a montar el café, poner las arepas a asar, prepararse para ir al trabajo y llegar temprano a su oficina. Era un ambiente relajado. De vez en cuando hacía pausa para tomar otro café y conversar con los amigos y compañeros. Todo iba bien, aunque Juan sentía una pequeña molestia. Al principio no le dio mayor importancia, pero poco a poco fue haciéndose más intensa. En el antebrazo derecho, en la parte interna donde la piel es más sensible, había un pequeño enrojecimiento y sensación de calor. «Sería un insecto, quizás una alergia o el contacto con algún producto químico», pensó Juan. «Debe ser una tontería; eso se quita con un poco de Caladryl», le dijo una de sus compañeras, que de esos temas sabía.
Esa tarde, lejos de aliviarse, la sensación fue intensificándose, y apareció una pequeña lesión parecida a una ampolla. «Eso debe ser por una picadura», fue la opinión generalizada. Ya mañana estará mejor. Pero el mañana, nuevamente, tenía unos planes diferentes.
Durante la mañana del martes, la lesión ganó algunos centímetros y la sensación en todo el antebrazo era desagradable al mínimo roce. En el trabajo, los compañeros miraban con curiosidad que la ampolla empezaba a extenderse por cuatro direcciones, asemejándose a una cruz. Era como si a Juan le hubieran pegado con un hierro, de esos que se usan al rojo vivo para marcar el ganado.
Árbol que quema
Casualidad o no, el cuento llegó a oídos de Raúl, otro compañero de trabajo. Él era un hombre ya entrado en años. Esos tipos de los de antes, que creció en medio de los cardonales del estado Falcón y un día la vida lo empujó a irse a vivir a la capital. Llevaba muchos años en una casa cerca del terreno de Juan. Raúl era uno de los mejores conocedores de la historia y las plantas de esos bosques de por allá. Vio la lesión de Juan y con naturalidad le preguntó si había estado caminando por el monte. También le dijo que esa parecía la quemadura del manzanillo. Juan había escuchado hablar muy poco del manzanillo. Las plantas de esa zona no formaban parte de sus conocimientos, así que no sabía identificarlas. Raúl le pidió que lo acompañara afuera del edificio y a pocos metros de la puerta, sobre la vía de acceso, se erguía un árbol por donde Juan pasaba todos los días. Era de 10 metros de altura, con hojas compuestas de color verde intenso y pecíolo rojizo. Las hojas inmaculadas evidenciaban que a esa planta poco le atacaban los insectos, producto de su toxicidad. Ese era el manzanillo, le señaló Raúl. De la boca de Juan salió un «coño e´la madre; el sábado corté un árbol igualito a punta e´machete».
Ya Juan sabía de dónde venía su lesión cutánea. Y sabía que ese palo había quedado atravesado en mitad de la finca. Ahora lo único que quería era sacarlo de allí para que no le fuera a pasar nada a sus viejitos, que iban a ir de visita ese próximo fin de semana. Pasó el resto de los días esperando que llegara el sábado. Ya para el viernes la lesión había remitido, y el ardor ya no era tan intenso.
Despuntaba la mañana del sábado. Juan se levantó temprano como hacía siempre. La tarea de ese día era deshacerse de ese palo tóxico que quedó atravesado en la finca. Al llegar al sitio, vio el árbol, acostado y seco. Parecía inofensivo. Craso error. Juan empezó a cortar las gruesas ramas una tras otra. Según iban separándose del tronco, las iba llevando a un barranco cercano y las tiraba para donde no hicieran más daño. Algunas las arrastraba; otras, las más pequeñas, las agrupaba y se las echaba al hombro para llevarlas al lugar donde las lanzaba.
Lesión que se esparce
El calor apretaba. Ese sábado era tan soleado como el de la semana anterior. El sudor le caía por la frente y tenía la ropa empapada. «Vamos a quitarnos la camisa», pensó. Así se secaría mientras él terminaba. En ese punto, ya le quedaba solo el tronco. Se tomó un momento de pausa y fue a buscar una cerveza fría en una cava que tenía dentro del carro. Se la bebió en unos pocos tragos; la sed estaba fuerte después de tanto cortar ramas. Seguidamente, se bebió otra casi con el mismo afán. Con un último esfuerzo, cortó el grueso palo en tres secciones de dos metros cada una. Eran pesadas pero manejables, ya que llevaban una semana secando bajo el sol. En pocos minutos, el trabajo ya estaba hecho. No quedaba rastro de ese árbol en la finca. O eso creía Juan.
Como estaba más relajado, se levantó a contemplar la vista desde la finca. Era un lugar privilegiado. Los días de cielo despejado se veía como el cerro Ávila se alzaba imponente sobre Caracas. Juan fue a buscar otra cerveza. Total, ya solo quedaban dos. «Me las tomo y me voy», dijo, mientras se bebía estas últimas más pausadamente y caminaba viendo que el monte empezaba a crecer otra vez después de una semana de cortado. Llegó la hora de irse. Apuró el último sorbo, y como era costumbre, se acercó al barranco para orinar mientras admiraba el paisaje por última vez.
De vuelta al trabajo el lunes, se estaba haciendo visible otra vez en la piel de Juan una lesión igual a la de la semana anterior. Pero ya no era en el antebrazo solamente, sino en ambas extremidades y en la espalda. Como sabía el origen del problema, no se preocupó: Caladryl por unos días y ya se pasará. Sin embargo, pasaban las horas y la lesión se iba extendiendo más y más. Aparecían nuevas quemaduras en el pecho y el cuello. Para el día martes, la lesión ocupaba buena parte de la espalda y el abdomen. Mala idea esa de quitarse la camisa. Pero, bueno, ya pasará.
Era el miércoles en la mañana. Ceremonia de todos los días: café, desayuno y vestirse para ir al trabajo. Juan sintió algo incómodo en la ingle. Al revisar, observó una fuerte inflamación en el prepucio, escroto y el resto de la piel del pene. Fue en ese momento cuando cayó en cuenta de que orinó al final de la jornada del sábado. Eso ya era otro nivel de alarma. No pasaron ni 15 minutos cuando Juan ya iba saliendo para el médico.
Seguro es culebrilla
El reloj marcaba las 8 de la mañana. Sala de emergencias del centro médico más importante de los Altos Mirandinos. Allí estaba Juan esperando que le atendieran. Después de media hora en la silla, lo llamaron. Tras un breve interrogatorio, lo mandaron a sentarse en una camilla y a que se quitara la parte superior de la ropa. Allí quedó expuesta la lesión cutánea extendida por el tronco y las extremidades. El personal quedó dubitativo. Juan les explicó que era por una planta tóxica que había estado manipulando, pero los médicos decidieron llamar al dermatólogo.
Fue una larga hora de espera. Por la sala de emergencias apareció un joven médico. Pasó directamente al espacio donde estaba Juan, que ya estaba algo irritado por la demora. El galeno hizo una revisión rápida de la lesión, sin hacer mayores preguntas. Iba acompañado de un par de enfermeras listas para tomar nota de las indicaciones acerca del diagnóstico y tratamiento a seguir. Con voz clara y confiada, el médico aseguró que se trataba de un caso claro de infección por herpes zóster, comúnmente conocida por culebrilla. Ante este veredicto, Juan exclamó su desacuerdo. Le explicó que la lesión se produjo por contacto con el manzanillo, un árbol muy abundante en esa región. La respuesta tomó por sorpresa al médico, produciendo en el experto de bata blanca una reacción de sorpresa y desdén. No debía estar acostumbrado a que un paciente le contradijera sus diagnósticos, y no se lo tomó de forma agradable. El médico se retiró disgustado y desapareció de la vista de Juan.
Habían pasado unos pocos minutos. Hacia Juan se dirigió una enfermera de avanzada edad, tez morena, baja estatura y voz muy fuerte. Le pidió que se levantara y le observó detenidamente las ampollas enrojecidas que cubrían su espalda y pecho. Esas lesiones le trajeron viejos recuerdos, de cuando vivía en su humilde casa cerca de la ciudad de Los Teques. Era frecuente en aquellos tiempos que las personas descuidadas o particularmente sensibles resultaran afectadas al entrar en contacto con el manzanillo. A veces no era necesario tocarlo; solo con pararse debajo de su copa, buscando una sombra que aliviara el calor del mediodía, podías salir lastimado. La enfermera era una señora mayor y acumulaba toda la sabiduría propia de la gente del campo. Conocía el nombre de las plantas y los animales que habitaban los alrededores de su casa; sabía qué plantas curaban y cuáles enfermaban.
Grabado a fuego
La mujer con paso firme se fue por donde vino, convencida de que el manzanillo era el origen de esas quemaduras en la piel de Juan. Poco tardó el médico en aparecer y fue a hablar con el cuerpo de enfermeras que estaban atendiendo en la sala. Mientras tanto, Juan estaba concentrado en su teléfono móvil. En la sala de emergencias la cobertura del celular no ayudaba mucho, pero estaba buscando en Internet algunas referencias fiables que ayudaran a convencer al médico, ya que desconocía la existencia de un árbol que pudiera causar tal reacción alérgica. Por fin encontró algo. Acta Médica Colombiana, volumen 33, número 3. “Dermatitis por Toxicodendron striatum (‘manzanillo’)”. Un trabajo escrito por María Victoria Moreno, médico colombiana que expuso casos de lesiones originadas por contacto con el mismo árbol que Raúl le había mostrado la semana pasada.
Juan llamo al médico que le atendió. Cuando llegó, le extendió su teléfono mostrando en la pantalla la primera página del artículo. Hubo silencio durante unos segundos. El dermatólogo le devolvió el aparato a Juan y le dijo que le enviara el documento a su correo electrónico, dándole la dirección y retirándose nuevamente. Ya no volvió a aparecer ese día por allí. Después de varias horas esperando en la sala de emergencias, a Juan lo subieron a la planta de hospitalización, donde estuvo ingresado tres días.
Ante las ulceraciones extendidas y los daños en dermis y epidermis, se le administraron antibióticos y antialérgicos corticoides por vía intravenosa. El tratamiento dio resultados rápidos y en pocas semanas ya no quedaba rastro de las lesiones.
Juan no volvió a ver a la enfermera. Nunca supo su nombre, pero su rostro quedó grabado a fuego en su memoria. Tampoco tuvo la oportunidad de agradecerle su buen hacer, ni pudo alabarle su sabiduría. Todo quedó en un recuerdo silencioso y en el deseo de que haya muchas más como ella.
El día que Juan se presentó en la sala de emergencias, un médico entendió -a regañadientes- que hay cosas que no se aprenden en los libros, sino bajando a donde las calles son de barro y la gente es sabia.
Escrito por: Carcacía
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