La orden del Capitán fue clara: debíamos estar a las siete de la mañana en la Base Aérea N° 1, sede de la Brigada de Mantenimiento y Abastecimiento de la Fuerza Aérea Uruguaya. Allí abordaríamos el Hércules que sacaría al grupo de la ciudad de Montevideo rumbo a Chile, el destino escogido para abastecerse de combustible y continuar la travesía hacia tierras heladas.
Perder ese vuelo hubiese significado el fracaso de la misión oficial por la cual estábamos tan lejos de casa. Un lujo que no podíamos darnos.
El hotel quedaba a media hora del aeropuerto; y era tanto el nerviosismo por llegar a tiempo, en un país donde la puntualidad forma parte de la carta de presentación, que nos hicimos acreedores de una larga hora de ventaja.
El Sol todavía no aparecía en el firmamento, pero no fuimos los primeros: un pequeño grupo aguardaba pacientemente el arribo de todos los pasajeros. Muchos llegaron acompañados de familiares y amigos, excepto las comisiones extranjeras, es decir, México y Venezuela; esa despedida la habíamos hecho a miles de kilómetros.
Surcando el Olimpo
Una vez en Punta Arenas, se nos indicó que debíamos organizar un bolso de mano con lo básico en caso de tener que dormir una noche allí. El resto se mantendría en el avión.
También nos hicieron una advertencia: si las condiciones meteorológicas eran óptimas, seguiríamos el viaje ese mismo día. Y así ocurrió. Tras más de 180 minutos en el aire y casi 120 minutos de espera en Punta Arenas, el Hércules despegó para completar su recorrido hasta la Isla Rey Jorge - 25 de Mayo en la Península Fildes de la Antártida.
La noticia fue recibida con beneplácito y resquemor en vista de lo que ella representaba para la tripulación: si bien se garantizaba el ingreso seguro al continente blanco, se desplomaban los planes turísticos de visitar la Zona Franca chilena. Además, implicaba retomar muy rápido la estancia en ese monstruo metálico de color aceituna, donde la temperatura cambiaba de frío a calor cuando te levantabas del asiento en busca de calidez corporal. Ni mencionar el área para orinar o depositar los desperdicios de un desayuno poco balanceado: un estrecho compartimiento separado del resto del avión por un pedazo de tela, en el que solo tenías la opción de atinarle al blanco sin llamar la atención.
A las mujeres se nos permitió conocer la cabina del Hércules. Una a una fuimos conducidas a esta zona de la aeronave militar para observar las destrezas del piloto y tomar fotografías, además de conversar con los altos funcionarios uruguayos. Galantería que bien valió la pena.
Avistamiento en puertas
Pasadas las siete y media de la noche aterrizamos en la pista antártica, ubicada en las inmediaciones de la Base Presidente Eduardo Frei Montalva de Chile. Allí nos esperaban tres carriers; estos vehículos son capaces de desplazarse por la nieve y transportar personas y cargas livianas mediante un sistema de orugas (cadena articulada sin fin) especiales para terrenos accidentados.
Por nombre y apellido, fuimos distribuidos en grupos para ser trasladados hasta la Base Científica Antártica Artigas, nuestro hogar temporal, no sin antes guardar evidencia visual de la majestuosidad de ese paisaje; cámaras y teléfonos celulares se activaron al unísono.
Para la mayoría, era nuestra primera -y quizás única- vez en la Antártida, el llamado sexto continente, consagrado para la paz y la ciencia. La Antártida es el mayor reservorio de agua dulce del planeta y uno de los polos donde la relación atmósfera-océano impone condiciones para el funcionamiento de la dinámica global de la Tierra. Estas características la hacen única en el mundo; por lo tanto, esencial para cualquier forma de vida.
En 40 minutos se superaron los 4 kilómetros de carretera -llena de colinas y pendientes extenuantes- que separan a la Base Presidente Eduardo Frei Montalva de Chile de la Base Científica Antártica Artigas del Uruguay.
Un lago completamente en calma, situado a la izquierda del camino, nos alertó de cuán cerca estábamos. Un letrero en la cúspide de una montaña contigua reafirmó nuestras sospechas: el viaje había terminado.
En la entrada de un edificio blanco de dos pisos, con la bandera del Uruguay pintada de un extremo a otro, nos guiaron hacia los dormitorios construidos en la denominada Aula de Interpretación de la Naturaleza Antártica; ala izquierda para los caballeros, ala derecha para las damas.
Como los mosqueteros
«La cena se sirve a las nueve de la noche, estén prontos», nos indicó la médica de la dotación y encargada de las relaciones públicas de la base.
Aunque el comedor se encontraba justo al frente de las habitaciones, debíamos cruzar a pie con el equipo de invierno, principalmente chaqueta, gorro, guantes y anteojos, para resguardarse de las fuertes ventiscas, el «agua nieve» y el mal clima, que rondaba los cero grados centígrados.
Mientras comíamos, se nos informó la metodología a seguir durante nuestra permanencia en la base: reuniones diarias de coordinación de las salidas de campo, sistema de «pinche» (todos asumiríamos, por un día, las labores de ayudante de cocina), limpieza voluntaria de cuartos y baños y comunicación constante entre todos.
Exploradores australes
Nadie podía salir solo y sin radio.
Tampoco podíamos estar a menos de 10 metros de distancia de la fauna.
Pese a su belleza, la Antártida es un lugar lleno de sorpresas y peligros. «Ante todo, está la seguridad personal», reconoció el jefe de la base. Historias de una pareja en aguamoto desaparecida en medio de una tormenta, fracturas inesperadas de capas de hielo y el hallazgo del cadáver de un buzo un año después de su extravío -luego del ataque de una foca leopardo-, justificaban tanta cautela.
Sin embargo, las ganas de explorar el perímetro se hicieron apremiantes.
Al día siguiente, efectuamos nuestro primer recorrido por las inmediaciones del glaciar Collins, que cubre el 90 % de la Isla Rey Jorge y es el responsable de la inestabilidad climática típica de este paraíso meridional. Bajo la tutela del coordinador científico (soldado del Ministerio de Defensa Nacional del Uruguay), avanzamos hacia la Bahía Maxwell, donde una delgada franja de tierra y algas separa la colosal montaña de nieve del mar abierto.
En ese corto pero intenso trayecto, encontramos pingüinos, una foca de Weddell (Leptonychotes weddellii) y una ballena expulsando agua que pocos logramos vislumbrar a lo lejos.
Si bien estaba el cielo despejado, usamos la vestimenta polar, incluyendo botas, pasamontañas y pantalón impermeable con tirantes.
Exponerse a la brisa gélida era arriesgarse a sufrir quemaduras en manos y rostro. De acuerdo con una nota informativa colgada en la cartelera del comedor, a cero grados centígrados la sensación térmica de enfriamiento podía descender a -19 grados si la velocidad del viento alcanzaba los 64 kilómetros por hora. A esta misma velocidad pero con una sensación térmica de enfriamiento de -30 °C, las partes del cuerpo expuestas pueden congelarse en un minuto.
Manto débil
«Incluso si hay nubes, aplíquense protector solar porque los rayos penetran directamente aquí abajo», escuché en más de una oportunidad… y no exageraban. La capa de ozono actúa como un filtro evitando que la radiación ultravioleta nociva (UV-B) ingrese a la Tierra (la banda UV-A penetra libremente y la banda UV-C no logra traspasar la superficie terrestre). Las moléculas de ozono se renuevan continuamente; por eso, si las moléculas viejas se agotan antes de que se generen las nuevas, se reduce la capacidad protectora de la capa de ozono y aumenta la exposición a estas emisiones.
Ya de regreso a la base, cada grupo expuso los proyectos de investigación antárticos que pondría en marcha. Anfitriones y forasteros prepararon una presentación de media hora de duración con el fin de compartir objetivos, resultados y avances.
Al límite
El tercer día fue uno de los más demandantes desde el punto de vista físico y emocional.
Supimos la noticia de otro contingente de venezolanos en la Antártida, unos que llegaban y otros que se iban, y todos debían hacer trasbordo en la pista aérea chilena.
Los carriers uruguayos estaban ocupados. La única solución para encontrarnos con ellos era caminar hasta allá ida y vuelta. Nos facilitaron una radio para mantenernos comunicados en caso de ocurrir alguna eventualidad climática o logística, nos vestimos y partimos. Los 40 minutos en vehículo se transformaron en hora y media a paso veloz y sin ningún tipo de entrenamiento, al menos en mi caso.
Mi peso y estatura obligaban a mis compañeros a dejarme rezagada. A veces los perdía de vista; no era fácil imitar su ritmo estando con el viento en contra, que me hacía perder el equilibrio y retroceder en lugar de avanzar.
En las colinas más empinadas, debía apoyarme con manos y piernas para poder escalarlas. En las bajadas resbaladizas envueltas de hielo, me limitaba a seguir las huellas dejadas por ambos, sabiendo de antemano que habían soportado su paso sin desplomarse.
La fatiga producía calor, pero quitarse los guantes no era una buena alternativa: los dedos se sentían tan rígidos que daba temor flexionarlos.
Pero el esfuerzo valió la pena: los ocho hombres y las dos mujeres concurrimos en la Antártida. ¡Qué felicidad! ¿Cuántas personas tienen el júbilo de relatar un acontecimiento como este? La vuelta a la base de Uruguay fue menos traumática: sin prisa y con el viento a favor.
Furia desatada
Impresionada por los témpanos de hielo y las inusuales olas que invadieron la costa en la mañana del viernes 21 de febrero, salimos a inspeccionar el lugar acompañados de nuestras cámaras fotográficas. Aunque la base estaba separada de la playa por escasos metros, demoramos en llegar debido a la fuerza eólica y a los trozos de nieve que golpeaban incesantemente nuestras caras.
Tomar fotos fue una odisea; la visión era enormemente limitada. El sonido de las banderas hondeando (incluida la de Venezuela) era ensordecedor.
Tras breves minutos de arrogancia humanoide, volvimos a resguardarnos bajo techo para seguir contemplando la furia de la naturaleza desde las ventanas, a las cuales se les habían adherido trocitos de nieve y gotas de lluvia.
Al ser huéspedes, nos conformábamos con asistir a las actividades programadas en función de nuestro interés científico, sin exigencias o extravagancias de última hora que pudieran comprometer a la dotación o al resto de los investigadores. Gracias a esta condición, tuve el honor de ser invitada a un refugio de pingüinos: la Isla Ardley.
Yo, la invasora
El traslado se efectuó en bote inflable tipo Zodiac, sentada justo al borde y sujetada de un par de cuerdas detrás de la espalda.
Era la más joven y menuda del grupo de mujeres, así que debía mostrar valentía. Me colgué la cámara fotográfica en el cuello mientras sostenía el teléfono celular con la mano derecha. Debía sobresalir.
Jamás imaginé que tendría el privilegio de ver a un pingüino, menos a decenas de esos mamíferos reunidos en el mismo sitio. Ni el olor a excremento me hizo bajar la guardia: selfies, panorámicas y planos de varios tipos quedaron grabados en mi memoria y en los dispositivos audiovisuales.
Como nosotros éramos los intrusos en aquel lugar, tratábamos de perturbar lo menos posible, manteniendo una distancia prudencial, sin darles de comer o ni tocarlos, cuidando no estropear sus nidos y haciendo poco ruido.
La Isla Ardley, de dos kilómetros de longitud, es una Zona Antártica Especialmente Protegida del Tratado Antártico. Solo se puede acceder con autorización en virtud de su flora, considerada una de las más extensas y desarrolladas de las islas Shetland del Sur debido a la abundancia de macrolíquenes (altamente sensibles a la intervención humana) y a la diversidad de aves marinas que en ella cambian de plumaje o se reproducen.
Entre estas destacan pingüinos de las especies Pygoscelis adeliaey, P. antarctica y P. Papua. También anidan en Ardley aves voladoras como petreles gigantes (Macronectes giganteus), petreles de Wilson (Oceanites oceanicus), gaviotines antárticos (Sterna vittata) y skúas pardas (Catharacta antarctica lonnbergi), según la Secretaría del Tratado Antártico.
El «pinche» de ese día fue uno de mis compañeros, quien quiso lucirse haciendo de cena el plato típico de los venezolanos: la arepa. De entrada, se servían una sola, pero luego de saborearlas muchos se acercaron pidiendo otra ración y preguntando la receta. La velada fue todo un éxito.
Extracción de sedimento
A la mañana siguiente, salimos a caminar por los alrededores del Lago Uruguay. Estaba de ensueño. Pero no lo hicimos por paseo: allí se llevaría a cabo el experimento para el cual fuimos enviados a la Antártida.
El propósito de nuestra misión era conocer la evolución del ambiente en lugares poco intervenidos por el ser humano, mediante el análisis de sedimentos lacustres de miles de años de antigüedad depositados en el Lago Uruguay, uno de los más grandes del sector. Con este material sólido se realizan interpretaciones paleoambientales para determinar cómo fue cambiando el ambiente antártico cuando la Tierra estaba cubierta de glaciares. El estudio del clima en épocas remotas se denomina paleoclimatología y emplea indicadores naturales como polen enterrado, extracciones de núcleos de hielo, fósiles de animales y plantas, y sedimentos lacustres y oceánicos.
A bordo de dos botes inflables, instalamos una plataforma de extracción. La perforación del suelo acuático se hizo con dos tubos de policarbonato y un martillo percutor sostenido por una polea. El ejercicio se prolongó por cinco horas. El clima benévolo de la mañana había desaparecido. La meta inicial era lograr al menos dos metros de profundidad, pero el fondo lacustre tenía pavimento de gravas, por lo que los tubos se fracturaron y solo pudo obtenerse un núcleo de sedimento de aproximadamente 78 centímetros.
Mientras ellos ejecutaban la tarea, permanecí en tierra documentando el proceso con fotografías y videos. Desalojamos el lugar casi a las ocho de la noche, con el Sol amenazando con ocultarse. En la Antártida oscurece en verano después de las nueve.
Más que un cuerpo de agua
El Lago Uruguay no solamente es un receptor de sedimentos de los glaciares a su alrededor, que se han acumulado en sus cimientos formando capas con información valiosa sobre su pasado climático. Es, además, la principal fuente de agua potable de la Base Científica Antártica Artigas.
La dotación consume cerca de 20.000 litros de agua a la semana, pero cuando hay turistas o científicos la cifra puede elevarse a 55.000 litros, obligando al llenado diario de los tanques, incluyendo la reserva.
La maniobra exige el esfuerzo de todos los miembros de la dotación y se hace de forma manual, con la ayuda de una bomba que redirige el agua a las tuberías; estas poseen llaves de paso para controlar la presión.
Las aguas residuales, por su parte, son descargadas en pozos negros y extraídas con bombas en tanques de mil litros con destino a Montevideo, vía barco. «Todos los residuos salen de la Antártida, lo único que queda son las emisiones», precisó jefe de la base.
El día a día
Para el lunes 24 de febrero, el pronóstico elaborado por el Centro Meteorológico Antártico Presidente Eduardo Frei Montalva de Chile, era desalentador. «Cubierto, neblina y lluvia débil a fines de la tarde. Viento oeste 30 kilómetros por hora rotará en la tarde al noroeste 40/50 kilómetros por hora». La temperatura oscilaría entre cero y dos grados centígrados.
El martes era similar. «Cubierto con lluvia y neblina en la madrugada, variará a nublado en la tarde. Viento noroeste 40/50 kilómetros por hora rotará en la tarde al oeste 50/60 kilómetros por hora». Esa vez, la temperatura mostraba signos de ligera mejoría, colocándose entre uno y tres grados centígrados.
Ambos días permanecimos en la base y sitios próximos, lo que me permitió aprender la rutina de la dotación.
Se levantan a las siete de la mañana, y después del desayuno, se reúnen con el jefe de base para conversar acerca de las actividades en desarrollo. De una a tres de la tarde se sirve el almuerzo, y si todo marcha en orden, detienen su jornada laboral a las siete de la noche. La cena es a las nueve. Esto se repite de lunes a viernes. Los sábados se trabaja medio día, a menos que deba terminarse algo urgente que interrumpa el normal funcionamiento de la base.
Los integrantes de la dotación reciben tres meses de entrenamiento teórico-práctico antes de volar al cono sur. Allí les explican que el Tratado Antártico regula, desde el año 1961, las relaciones internacionales de todas las tierras y barreras de hielo ubicadas al sur del paralelo 60° Sur -sin afectar los derechos sobre el alta mar preexistentes- y está integrado por miembros consultivos (con poder decisorio) y no consultivos. Asimismo, les enseñan cómo tratar los residuos, acciones contra incendios, plan de contingencia para contener derrames de combustibles, manejo de sistemas de posicionamiento global (GPS), deslizamientos por cuerdas (rapel), entre otros aspectos.
El personal se postula voluntariamente para vivir un año en la Antártida, y de haber más de un candidato para el mismo cargo, se nombra un titular y un suplente.
Al máximo
Escalar la montaña adyacente al glaciar Collins, a pocos metros de la base, fue mi última salida de campo. No estaba planificada, pero fue una de las mejores aventuras. En realidad, aceptamos la invitación de dos investigadoras uruguayas que iban a recoger muestras de suelo y agua, y como no teníamos otros compromisos, decidimos acompañarlas.
La simplicidad de los primeros metros del trayecto poco a poco fue transformándose en cerros de barro empeñados en sepultar mis botas y hacerme perder la estabilidad. En cierto punto, tuve que usar mis brazos para tomar impulso y continuar la subida hasta la cima, donde el espectáculo visual hizo desaparecer por completo cualquier vestigio de cansancio y arrepentimiento: mar, hielo y cielo se entremezclaban, haciendo de esta humilde espectadora una criatura afortunada y plena.
El jueves fue la cena de despedida. Nos entregaron certificados de asistencia a todos los presentes y pasamos una bonita velada. Pero la nostalgia inundó mi ser. Extrañaba a mi gente, pero no quería regresar. Hubiese dado lo que fuera por pasar el invierno en ese territorio extremo e ir a lugares desconocidos, como el pasaje de Drake (tramo de mar que separa a Suramérica de la Antártida), la Isla Greenwich y otras bases científicas.
¿Hasta pronto?
Como consecuencia del mal clima, la salida prevista para el viernes 28 de febrero fue suspendida para el sábado 1 de marzo «si hay ventana (visibilidad) para que el Hércules cruce», nos insinuaban los uruguayos.
Recibimos la instrucción de empacar las maletas y apartar nuevamente una muda de ropa para dormir en Punta Arenas, pero el piloto tomó la decisión de continuar hasta Montevideo debido al buen tiempo atmosférico, parando solo para abastecernos de combustible. El tortuoso paseo de ida se impuso de vuelta a la ciudad.
Mi estadía en la Base Científica Antártica Artigas de la República Oriental del Uruguay se prolongó por 12 días. Doce días de tensión y emoción que transcurrieron en un pestañeo.
Ir a la Antártida, al sur del sur, es querer regresar.
El tiempo nunca será suficiente para explorar sus imponentes paisajes. Cualquier cosa es posible en sus dominios excepto la rutina.
En la Antártida gobierna la novedad, lo impredecible, el cambio, la sorpresa, la improvisación. Cada uno la siente a su manera.
El cocinero de la dotación es un antártico enamorado. Ha estado dos años completos (una vez en 2011 y esta del 2014) y le gustaría volver, pero cree que su esposa no lo dejará. En cambio, el jefe de Logística, me confesó que esos seis meses habían sido su primera y última vez. «Ya la conocí, ¿para qué volver? Prefiero estar con mi familia».
Como venezolana, me siento orgullosa de haber estado en ese recóndito lugar donde el verano es más frío e inimaginable.
Como mujer, aprendí a ver la vida con todas sus tonalidades y matices, a querer sentirla al máximo en cualquier cosa que haga de ahora en adelante, a desear lo imposible y a luchar por conseguirlo.
Como habitante de este planeta, tengo el deber de llamar a la reflexión para exigir respeto hacia ese ecosistema, que pese a estar retirado, no está exento de peligros y amenazas ajenas a lo natural.
Si la vida me pone nuevamente sobre suelo antártico, haría lo que estuviera a mi alcance para aprehender sus maravillas y demostrarle al mundo por qué debe protegerlas antes de lamentar su ausencia.
__________
Crónica escrita en el año 2014 mientras trabajaba en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC). Fotografías: Vanessa Ortiz Piñango.
Comments